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jueves, 4 de octubre de 2012

La Cruzada



Desde la encomienda de Barcelona volvemos a recobrar el apartado dedicado a conocer mejor la historia de la Orden del Temple. Para ello hemos seleccionado unas líneas del historiador francés Alain Demurger de su libro “Vie et mort de l’ordre du Temple”. En esta ocasión, el autor nos proporciona información sobre la primera cruzada, promovida por el papa Urbano II.

Desde Temple Barcelona os animamos a que lo leáis reposadamente .

El 27 de noviembre de 1095, el papa Urbano II predica ante un concilio provincial reunido en Clermont. Acaba de recorrer la Francia meridional para enterarse de los progresos logrados por la reforma de la Iglesia, de la que es, como fiel gregoriano, ardiente partidario. Ante esta reunión de obispos y abades (algunos laicos, muy pocos, asisten a la asamblea), condena severamente a los clérigos simoniacos, que trafican con los bienes de la Iglesia. Pero amonesta también a los laicos, a aquellos que, a pesar de las sanciones eclesiásticas, se complacen en la lujuria, como el rey de Francia, Felipe I; a aquellos que, verdaderos caballeros bandidos, violan la paz de Dios, cuyo respeto se esfuerza por imponer la Iglesia desde hace un siglo. El tono de su discurso se eleva. Ofrece a los caballeros un medio de redimirse. Abre un camino hacia la salvación: la liberación de Jerusalén:

‘¡Que vayan, pues, al combate contra los infieles –un combate que vale la pena iniciar y que merece terminar en victoria- aquellos que hasta ahora se entregaban a guerras privadas y abusivas, con gran perjuicio para los fieles! ¡Que sean a partir de ahora caballeros de Cristo los mismos que no fueron más que bandidos! ¡Que luchen con todo derecho contra los bárbaros los que se batían contra sus hermanos y sus parientes! Los que se hacían mercenarios por unos miserables sueldos ganarán las recompensas eternas. Los que se fatigaban en detrimento de su cuerpo y de su alma trabajarán por un doble honor. Aquí estaban tristes y eran pobres; allí estarán alegres y serán ricos. Aquí eran los enemigos del Señor; allí serán sus amigos (Foucher de Chartres, Historia Hierosolymitana).’

Urbano II no improvisa. Confía la dirección del “Santo Viaje” al obispo del Puy, Ademaro de Monteil. Y el papa sabe que puede contar con el conde de Tolosa. Raimundo IV, con el que se ha entrevistado poco antes, para arrastrar tras él a la caballería laica.

Como se sabe, el éxito de la exhortación de Clermont superó las esperanzas más optimistas. Hombres de todas las condiciones se pusieron en camino por millares, preguntando en cada etapa si no era aquello Jerusalén. Detrás de este tropel entusiasta e indisciplinado, que mata en masa a los judíos del valle del Rin, que roba a los campesinos húngaros y saquea los campos bizantinos, grupos de caballeros, de señores, grandes y pequeños, venidos de los Países Bajos, de Francia o de la Italia Normanda, convergen hacia Constantinopla, la ciudad maravillosa que impresiona todas las imaginaciones. Inquieto ante tal aflujo, el basileus se esfuerza por hacer que los cruzados pasen en buen orden a Asia Menor. A partir de la batalla de Mantzikert, que tuvo lugar en 1071, esta antigua región bizantina se encuentra en su casi totalidad en manos de los turcos selyúcidas. Vencedores de esos mismos turcos en Dorilea en 1097, los cruzados desembocan en Siria del Norte y sitian y toman Antioquía en 1098. Un año más tarde, cae Jerusalén, el 13 de julio de 1099. la ciudad del Señor, a la que se considera mancillada por varios siglos de presencia infiel, es purificada implacablemente con sangre.

Un gran número de cruzados consideran alcanzada su meta: orar ante el sepulcro de Cristo y sentirse así muy cerca de Dios. Como otros hicieron durante todo aquel siglo, han efectuado la peregrinación más sagrada y  más prestigiosa. Además, han expulsado al infiel de la ciudad de Cristo. Cumplida su misión, regresan a la patria. No todos, sin embargo.

Achard de Montmerle, pequeño señor de la región de Lyon, ha entregado como garantía sus tierras a la abadía de Cluny, a fin de procurarse el dinero necesario para el Santo Viaje:

‘Yo, Achard, caballero, del castillo dicho de Montmerle, hijo de Guichard, que se llama también de Montmerle, yo, pues Achard, en medio de todo este levantamiento en mas o expedición del pueblo cristiano deseoso de ir a Jerusalén para combatir por Dios a los paganos y los sarracenos, yo también me he visto movido por ese deseo; y queriendo ir bien armado, he hecho con Dom Hugo, venerable abad de Cluny, y con sus monjes, el convenio que seguirá […]. En el caso de que muriese durante esta peregrinación a Jerusalén, o bien si decidiese fijarme de la manera que fuese en aquellos países, este bien que el monasterio de Cluny tiene ahora en prenda lo tendrá, ya no a título de prenda, sino en posesión legítima y hereditaria, para siempre…’

No obstante, los que han partido pensando en no regresar, como ese normando de Sicilia, Bohemundo, que llegó a ser príncipe de Antioquía, son poco numerosos. No lo bastante, en todo caso, para sostener las conquistas. Al principio, eso no plantea problemas, ya que el éxito de la cruzada ha tenido repercusiones enormes en Occidente. Cada año, llegan a Tierra Santa grupos de peregrinos armados. Los cruzados se apoyan también en las flotas italianas de Pisa y Génova, más tarde en Venecia. Su ayuda permite la conquista de las principales ciudades costeras, Acre en 1104, Trípoli en 1108. Los latinos pueden establecer así su dominio en una faja de territorio, entre el mar y el desierto, que comprende la llanura costera y las montañas del Líbano y de Judea. Progresivamente se forman cuatro Estados. Al norte, tierra adentro, el condado de Edesa, medio franco, medio armenio. El primero en ser fundado, lo creó Balduino de Boulogne, hermano de Godofredo de Bouillon, primer rey de Jerusalén. El principado de Antioquía ocupa la Siria del Norte. Después, más pequeño, el condado de Trípoli. Por último, desde el Líbano al Sinaí, el reino de Jerusalén.

El mundo musulmán está entonces demasiado dividido para reaccionar con eficacia. Sin embargo, dos plazas importantes permanecen en manos de los musulmanes: Tiro, hasta 1124, y Ascalón, llave de Egipto, hasta 1153. Ahora bien, esta última ciudad representa una amenaza para la región de Ramleh y Jafa. En 1114-1115, la guarnición de Ascalón, con el apoyo de una pequeña flota venida de Egipto, intenta por dos veces en pocos días apoderarse de Jafa. Y hasta la toma de Ascalón, la llanura de Ramleh será un campo de batalla permanente. Pero la principal vía de acceso a Jerusalén, la que siguen los numerosos peregrinos que se apiñan en Tierra Santa, viene de Jafa y pasa por Ramleh. Por lo demás, ya antes de la cruzada, los peregrinos occidentales tomaban este camino. Ese vaivén continuo atraía a bandidos y ladrones, para quienes despojar a los peregrinos suponía una actividad lucrativa. Por eso los peregrinos tomaban la precaución de viajar en grupo y armados. En realidad, no había necesidad de llegar tan lejos para ser robado. La seguridad de los “viajeros de Dios” no era mucho mayor en las rutas pirenaicas que conducían a Santiago de Compostela.

De modo que, ya poco segura en la travesía de la zona costera, la ruta se vuelve absolutamente impracticable, a menos de llevar escolta, en los pasos de Judea, entre Ramleh y Montjoie. Un problema de policía se añade al problema militar planteado por Ascalón.

Cierto que existía en Tierra Santa una institución dedicada a auxiliar a los peregrinos: el Hospital. Se conocen tan poco sus orígenes como los del Temple. La historia, en cierto modo oficial, que el hermano hospitalario Guillermo de San Stefano compuso en el siglo XIV no nos inspira la menor fe, claro está. Reagrupando tradiciones anteriores, hace remontar los comienzos del Hospital nada menos que al Antiguo Testamento y a san Juan Bautista. Ya en el siglo XI, tal vez antes, existían dos monasterios, uno de hombres –Santa María Latina- y otro de mujeres –Santa María Magdalena-, ocupados ambos por benedictinos, que acogían ocasionalmente a los viajeros. En el transcurso del siglo del año mil, ante el aflujo constante de peregrinos, los benedictinos abrieron un hospicio, probablemente con la ayuda del rico mercader Mauro di Pantaleone, jefe de la comunidad de comerciantes de Amalfi en Constantinopla, a quien sus negocios conducían a veces a tierra musulmana. Como es natural, la cruzada provoca un recrudecimiento de las actividades del hospicio, hasta tal punto que, en 1113, una bula del papa Pascual II erige en orden independiente el Hospital de San Juan de Jerusalén (se trata de san Juan Limosnero). Por esta fecha, la orden había creado ya hospicios en Europa, en Saint-Gilles-du-Gard, Pisa, Bari, Tarento, o sea, en los principales puertos de embarque de los cruzados. Se trataba, pues, de una orden internacional, dedicada a la caridad. Es posible que, al menos en Tierra Santa, la acción caritativa fuese acompañada muy pronto por actividades militares. Ayudar a los peregrinos significa también protegerlos durante el viaje. Sin embargo, la evolución del Hospital demuestra que las tareas de asistencia siguieron siendo prioritarias. En los primeros años del siglo XII, la acción de policía se limitó sin duda a acciones episódicas. Ocuparse de los enfermos, de los débiles y de los que carecían de todo bastaba ampliamente para llenar el tiempo de los hospitalarios. Para ocuparse de los normales, hacía falta otra cosa. Algunos de los cruzados debieron de comprenderlo así. Y uno de ellos, Hugo de Payns, se atrevió a iniciar la empresa. 

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