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martes, 30 de octubre de 2012

Los templarios y la Sábana Santa



Ecce homo!(III)

Desde la encomienda de Barcelona, volvemos a retomar el apartado dedicado a conocer mejor el posible papel que tuvo el ídolo de los templarios en sus vidas. ¿Pero de qué objeto estamos hablando cuando nos referimos al bafomet? Para comprenderlo mejor, hemos extraído unas líneas escritas por la paleógrafa italiana Barbara Frale, de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos indica algunas de las tradiciones y doctrinas aprobadas en el Concilio de Nicea.

Desde Temple Barcelona os animamos a que leáis este elaborado capítulo..

6. Et habitavit in nobis – Y habitó entre nosotros- Iª parte

A comienzos de siglo VIII, la línea teológica que exaltaba el valor espiritual de los iconos encontró un denodado defensor en el monje Teodoro, abad del monasterio de Studion, en Constantinopla, uno de los centros más brillantes de la cultura bizantina. Teodoro el Estudita supo luchar tanto en el terreno conceptual como en el político para reivindicar la necesidad de venerar las imágenes: si el hombre había sido creado a imagen de Dios, no cabía duda de que el arte de producir imágenes sagradas encerraba algo de divino. Con increíble visión de futuro supo poner de relieve un concepto de validez intertemporal: prohibir el culto de las imágenes puede ser muy peligroso porque prepara el terreno para el crecimiento de la herejía. Al rechazar las imágenes en nombre de una religión constituida únicamente por ideas, conceptos mentales, se impide que el fiel entre en contacto con el aspecto humano de Jesús, lo cual lo expone al peligro, siempre al acecho, de creer que Jesucristo no es más que un ente espiritual, un símbolo del contacto posible entre el hombre y Dios. Pero Jesús también era una persona concreta de carne y hueso, y precisamente sus sufrimientos humanos son los que han procurado la redención a los otros hombres: “Como hombre perfecto que fue, no sólo se puede, sino que se debe representar y venerar a Cristo en imágenes; si se niega esto, queda prácticamente destruida toda la economía de la salvación”.

El pensamiento de Teodoro se impuso en el gran Il Concilio de Nicea del año 787. La discusión se centró justamente en el mandylion, la imagen más antigua y venerada de Cristo. El término que se usó para referirse a él es “impronta” (character), el mismo que se usaba para la acuñación de monedas; la palabra designa la imagen en negativo que deja el contacto de un objeto en positivo. El concilio de Nicea dedicó mucho cuidado a la precisa regulación del papel de las imágenes en la vida de la Iglesia, para que su culto no desembocara en el pecado de idolatría: se especificaba que estaba prohibido adorarlas, porque la adoración está reservada exclusivamente a Dios, y se recomendaba una veneración equilibrada al respecto. Se afirmó que Dios no es una cuestión de imagen, pues la fe nace de la Escritura, que es la Palabra de Dios, y nadie debe sentirse con la conciencia tranquila por el mero hecho de ser muy devoto de una imagen sagrada, sea cual fuese. Las representaciones sagradas cumplen en esencia una función didáctica y pedagógica, útil para hacer de alguna manera accesibles los dogmas a la mayoría de los fieles que carecen de suficientes recursos culturales; además, pertenecen a la tradición del cristianismo, que es por sí misma venerable y receptáculo de la verdad. Por todas estas razones se definió con toda precisión el tipo de liturgia que era menester seguir cuando se veneraban los iconos santos, que no era otro que el que se utilizaba para las reliquias: se basaba en el beso, el encendido d eluces y la proskìnesis, o sea, el acto de arrodillarse con la frente en contacto con el suelo, que es el modo de rezar que todavía hoy practican los musulmanes. Así era como los cristianos de Tierra Santa adoraban la reliquia de la Vera Cruz, y los mismo hacían los templarios con su “ídolo”, prosternándose con la cara contra el suelo: sin duda, en la Europa de comienzos del siglo XIV, semejante práctica debía de dejar perplejos a sus espectadores.

El resultado del Concilio de Nicea fue la teología de los iconos, vigente y muy estimada aún hoy: el icono no es un simple retrato de Jesús o de otros personajes de la historia sagrada, sino más bien un lugar del Espíritu, un santuario en sí mismo, en cuya proximidad el fiel pone en cierto sentido un pie en la dimensión divina; contemplando el icono se comunica con Dios. Sólo algunas personas están capacitadas para pintar iconos y deben someterse a un ritual antiquísimo, marcado por reglas férreas, puesto que el resultado debe ser fiel a los modelos sancionados por la tradición. Todo comienza con un período de ayuno y purificación espiritual que el pintor está obligado a respetar antes de ponerse manos a la obra, y termina con el agregado del texto, que debe hacerse en lengua litúrgica. El texto confirma definitivamente la fidelidad de retrato a su original y declara que todo lo que se ve con los ojos humanos está en realidad presente en la liturgia celestial y participa de ella. Naturalmente, las fórmulas que figuran en los iconos estaban sometidas a reglas completamente fijas, establecidas por la doctrina de la Iglesia. Algunas eran intocables: ningún pintor tenía atribuciones para modificarlas, a menos que fuera con el consentimiento de un obispo o un patriarca, porque habían sido estudiadas para que expresaran de manera sintética ciertos dogmas indiscutibles de la religión. La primera y tal vez la más antigua es la abreviada en la fórmula IC-XC, que se refiere a la imagen de Jesús y está formada por la primera y la última letra de las dos palabras griegas IHCOGC XPICTOC, “Jesús Cristo”, y que aparece ya en los iconos del siglo X y constituye en sí misma toda una profesión de fe: que Jesús fuera el Hijo de Dios, el Mesías (en griego precisamente christòs) esperando durante siglos por el pueblo de Israel, constituía la verdad primera, esencial e intocable del cristianismo, la base misma sobre la cual se había construido la Iglesia.

Tal vez la segunda fórmula en antigüedad y difusión sea la que acompañaba la imagen de María. MP-QG, abreviatura de MHTHP QEOG, Madre de Dios”, y, naturalmente, era también la codificación de un dogma en forma simple. Tenía su origen en el concilio de Éfeso del año 431, durante cuyas sesiones se produjera una furiosa discusión precisamente porque se había puesto en tela de juicio este título, surgido espontáneamente entre la gente y utilizado desde hacía mucho tiempo. El obispo Nestorio, que desempeñaba el importante cargo de patriarca de Constantinopla, quería cambiar theotòkos (“Madre de Dios”), título que se daba a María, por christotòkos, es decir, “Madre de Cristo”. A su juicio, en efecto, la Virgen había engendrado la naturaleza humana de Jesús, pero no era posible que la joven, ella misma una criatura, diera a luz también la naturaleza divina de Jesús, es decir el Logos, inconmensurablemente superior a ella.

La propuesta de Nestorio no gustó nada a ciertos teólogos como San Cirilo, obispo de Alejandría, porque en la práctica buscaba romper en dos partes la unidad de la persona de Jesucristo (una más débil y otra perfecta). Menos aún gustó a la gente común: de acuerdo con la tradición, era precisamente a Éfeso adonde el apóstol Juan había conducido a María, cuyo cuidado le había encomendado Jesús moribundo. El pueblo estaba habituado desde hacía mucho tiempo a venerarla como Madre de Dios: no comprendía ni quería comprender aquellos abstrusos razonamientos. La propuesta de sustituir “Madre de Dios” por “Madre de Cristo” como título de la Virgen fue combatida con la excomunión; la ciudad fue iluminada como para una fiesta, los obispos que habían defendido el título tradicional de theotòkos fueron acompañados a sus residencias por un cortejo solemne, con antorchas y humo de incienso como si fueran ellos mismos imágenes de santos.

En cambio, la fórmula Jesucristo (en griego Ièsus Christòs) nunca fue puesta en discusión, porque era demasiado antigua, viva y central. Según los evangelios, se remontaba a la predicación misma de Jesús: un día el Nazareno había preguntado a los discípulos: “¿Qué dice la gente que soy?”. Pedro le había respondido: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Era aquélla la primera profesión de fe de los cristianos, muy sintética, pero completa. En el círculo de los primeros cristianos, que, en jerga profesional, los exégetas y los teólogos llaman hoy “Iglesia pospascual”, muy poco tiempo después de la muerte y de los acontecimientos que a ésta sucedieron, las palabras Jesús (un nombre muy común de varón) y Cristo (un adjetivo sagrado) se hacían indisolubles, una sola y la misma cosa.

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