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jueves, 26 de julio de 2012

Conociendo a Jesucristo: Hijo de Dios



Desde la encomienda de Barcelona proseguimos con el apartado destinado a conocer mejor la vida y naturaleza de Jesús de Nazaret. Esta vez, el teólogo J.R. Porter nos habla en su libro “Jesus Christ” sobre las interpretaciones que de Él tenemos gracias principalmente a los evangelios y también del contenido de los textos del Antiguo Testamento.

Desde Temple Barcelona deseamos que disfrutéis de su cálida lectura.

Representación de la Santísima Trinidad donde se reconoce la filiación de Jesús con el Padre.

La afirmación de que Jesús es el Hijo de Dios ha sido central para la fe cristiana desde los primeros tiempos, tal y como demuestra el Nuevo Testamento. En ningún pasaje de los evangelios aparece el título en boca de Jesús, pero su costumbre de dirigirse a Dios como su Padre no implica sólo que se veía a sí mismo como un hijo de Dios, sino que se percibía a sí mismo como Hijo de Dios en un sentido especial.

En los evangelios, Jesús habla en dos ocasiones de sí mismo como “el Hijo” en referencia a Dios como su Padre, pero los entendidos con frecuencia discuten sobre si estos ejemplos pueden considerarse palabras auténticas de Jesús. En el primer pasaje, Jesús afirma que “ni aún los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo” saben cuándo llegará “el final”, sino sólo el Padre (Mc 13,32; Mt 24, 36). Es probable que se trate de palabras realmente pronunciadas por Jesús, ya que es improbable que los primeros cristianos hubieran inventado una declaración así de ignorancia por su parte, colocándose a un nivel inferior a Dios. La frase “ni el Hijo” se omite en muchos de los manuscritos primitivos del Evangelio según Mateo, lo que parece apoyar la idea.

En el segundo pasaje, Jesús dice que sólo el Hijo conoce al Padre y sólo el Padre conoce al Hijo (Mt 11, 27; Lc 10, 22). Aunque es posible que las palabras, tal y como han llegado a nosotros, fueran elegidas por la Iglesia primitiva, es probable que se basaran en una declaración auténtica con la que Jesús habría confirmado su especial intimidad con su Padre celestial.

La parábola de los viñadores infieles (Mc 12, 1-11 y paralelos) alcanza su clima cuando el terrateniente ausente envía a su hijo a cobrar sus deudas de los obreros del viñedo. Todos los entendidos están de acuerdo en que la parábola es una alegoría, y que el terrateniente representa a Dios, el viñedo a Israel y el hijo a Jesús. En este caso, Jesús habla de sí mismo como Hijo de Dios en un único sentido. Los seguidores de Jesús deben convertirse en hijos de Dios (Mt 5, 45; Lc 6, 35), pero ellos disfrutan de esta condición porque siguen las enseñanzas y el ejemplo de Jesús: él es el primer y verdadero Hijo de Dios en un único sentido. Con frecuencia, las Escrituras hebreas describen al pueblo de Israel como hijos de Dios (Ex 4, 22; Jer 31, 20) y en escritos posteriores el israelita recto es específicamente hijo de Dios (Si 4, 10; Sb 2, 17-18).

Probablemente, el bautismo de Jesús resultó significativo para su comprensión de sí mismo, cuando fue dotado con el Espíritu Santo y la voz celestial le proclamó, por primera vez, “Mi Hijo, el Amado”. De esta manera, según los evangelios, el verdadero carácter y vocación de Jesús le fueron revelados y se pusieron a prueba con su encuentro con el diablo.

El hijo mesiánico

El término de “Hijo de Dios” está estrechamente relacionado con el título de “Mesías” (Mt 16, 16; 26, 63; Mc 14, 61; Lc 22, 67-70). En las Escrituras hebreas el monarca reinante era llamado Hijo de Dios (Sal 2, 7; 2 S 7, 14), pero en tiempos de Jesús, este tipo de referencias se entendían como referidas a un futuro descendiente del rey David: el Mesías.

La declaración de Dios en los Salmos 2, 7 (“Mi hijo eres tú, yo te engendré hoy”) era especialmente significativa para los primeros cristianos (Act 13, 33), y Marcos y Lucas repiten estas  palabras en sus relatos sobre el bautismo de Jesús (Mc 1, 11; Lc 3, 22). Servía como una fórmula por la que Dios adoptaba a una persona como hijo suyo, y también se refleja en la narración de Lucas de la Natividad, donde el futuro niño será una figura real, que Dios designará como “el Hijo del Más Alto” o el “Hijo de Dios”, y recibirá “el trono de su antepasado David” (Lc 1, 32; 35).

El título de “Hijo de Dios” es especialmente caracterizado del Cuarto Evangelio, donde se relaciona también con el reinado de Israel y otros conceptos mesiánicos (Jn 1, 49; 11, 27; 30, 31). Pero el evangelista lleva la idea mucho más lejos. La filiación divina de Jesús es completamente única (Jn 1, 18). Es una entidad preexistente que siempre ha estado con el Padre (Jn 13, 3), desconocido para el mundo hasta que fue revelado en su encarnación (Jn 6, 42). Este concepto es comparable con algunas creencias judías de la época de que el Mesías permanecería oculto en el Cielo hasta que se revelara en la Tierra.

Para Juan, Jesús no es simplemente adoptado como retoño de Dios sino que es literalmente su hijo, “igual a Dios” (Jn 5, 18), con el que comparte su divinidad y ejerce total autoridad divina (Jn 3, 35-36; 17, 10). Jesús lo expresa inequívocamente: “Yo y el Padre una cosa somos” (Jn 10, 30).

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