© 2009-2019 La página templaria que habla de cultura, historia y religión - Especial 'Proceso de los templarios'

jueves, 19 de julio de 2012

Crisis identitaria



Desde la encomienda de Barcelona volvemos con un capítulo más para indagar en aspectos importantes a la hora de conocer mejor la historia del Temple.

Para ello hemos seleccionado un capítulo escrito por el catedrático en historia, Alain Demurger, extraído de su obra “Vie et mort de l’ordre du Temple”, donde esta vez nos explica los problemas que tuvieron que pasar los templarios antes de ser aceptados por la Iglesia.

Desde Temple Barcelona, deseamos que su contenido os sea provechoso.

¿Conciliar el ideal del monje y el del caballero? La regla de 1128 lo consigue, al menos en el plano teórico. Pero aun siendo el fruto de diez años de experiencia, ¿responde a todas las preguntas que se plantean sobre el terreno, en Jerusalén, los hermanos de la milicia de Cristo? Desde luego que no. El célebre texto de san Bernardo De laude novae militiae (o Elogio de la nueva milicia) debe comprenderse como una respuesta a los dolorosos interrogantes de una comunidad en crisis de identidad.

Para analizar esta crisis, hay que convencerse de que el hermano de la milicia de los pobres caballeros de Cristo –así se autodenomina el Temple- no es un soldadote que esconde la negrura de su alma bajo la bella capa blanca del Cister. Naturalmente, más tarde, se mostrarán menos exigencias en el reclutamiento, pero, en 1130, el Temple no equivale todavía a la Legión extranjera. Dicho esto, supondría un exceso semejante no ver en los templarios más que cistercienses militarizados, cuyo ideal sería el más que un entreacto en una existencia esencialmente ascética”. ¿Monje o soldado? No, monje y soldado. Y ahí está el problema.

Hugo de Payns permanece lejos de Oriente durante tres años, de 1127 a 1130. allí se han quedado los templarios, enfrentados a una tarea abrumadora. Tal vez con mayor frecuencia de lo que desean, se ven obligados a recurrir a las urnas, a combatir, a matar. ¿Están seguros de que todos los bandidos y saqueadores a los que matan son infieles? Algunos cristianos indígenas les acompañaban. ¿Reconocerá Dios a los suyos? Estas palabras, pronunciadas durante el saqueo de Béziers al comienzo de la cruzada contra los albigenses, no tienen vigencia en 1130. ¿Están en su derecho? La cuestión atormenta a los templarios. En 1129, combaten por primera vez como verdaderos soldados. Derrotados, sufren pérdidas sensibles, duran prueba moral cuando no se ve venir nada de Occidente, a pesar de los esfuerzos de Hugo y sus compañeros.

Esta crisis de conciencia afecta mucho más aún a los templarios porque saben que su elección, pese a ser alentada por las principales autoridades religiosas, no se aprueba por unanimidad. Incluso dentro de la Iglesia, hay quien se inquieta por la “nueva monstruosidad” que supone la milicia de Cristo. Jean Leclercq, interrogándose sobre la actitud de san Bernardo con respecto a la guerra, cita la opinión de un cisterciense, Isaac de Stella: “Cuando una cosa se puede hacer legalmente, ¿no nos sentiremos tentados a hacerla por placer?”. No condena, pero duda.

He ahí otro texto revelador de las preguntas que se formulan a ciertos medios, la carta que Guigues, prior de la Gran Cartuja dirigió a Hugo, probablemente en 1128:

         En verdad, no podemos exhortaros a las guerras materiales y a los combates civiles; tampoco somos aptos para inflamaros por la lucha del espíritu, nuestra ocupación diaria, pero deseamos al menos advertiros que penséis en ella. En efecto, es vano atacar a los enemigos exteriores si no dominamos primero nuestros enemigos del interior… Hagamos primero nuestra propia conquista, amigos muy amados, y podremos después combatir a nuestros enemigos del exterior. Purifiquemos nuestras almas de sus vicios, y podremos después purgar de bárbaros la tierra.

Un poco más adelante, Guigues cita la Epístola a los Efesios:

“Pues no es contra adversarios de carne y hueso contra los que tenemos que luchar –está escrito en el mismo lugar-, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que pueblan los espacios celestes” (Ef. 6, 12), es decir, contra los vicios y sus instigadores, los demonios.”

Sensible a estas reticencias e informado de las dificultades de sus hermanos en ultramar. Hugo de Payns contraataca.

Se dirige en primer lugar a los templarios. En un manuscrito conservado en Nimes, se incluye una carta escrita por un tal Hugo Peccator a sus hermanos milities Christi. Dicha carta aparece en el manuscrito encuadrada por una versión de la regla del Temple y una copia de De laude de san Bernardo. La carta fue atribuida primero a Hugo de Saint-Victor. Jean Leclercq, basándose en sus concomitancias evidentes con el De laude, quiso ver en ella un texto de Hugo de Payns. Un estudio reciente de Joseph Fleckenstein pone de nuevo en duda esta identificación. En su opinión, el autor de la carta es demasiado ducho en derecho canónico para que se le pueda confundir con Hugo de Payns. Hecha esta salvedad, las preocupaciones de Hugo Peccator coinciden con las del maestre del Temple, que concedió su aval a la carta.

El texto dice en sustancia que algunos reprochan a los caballeros de Cristo su “profesión armada”, actividad perniciosa, incapaz de conducirles a la salvación, puesto que les aparta de la oración. Tales reproches, que conmueven a los templarios y hacen nacer dudas en su corazón, son infundados, una astucia del Maligno. Hay que rechazar las dudas, signo de orgullo. Humildad, sinceridad, vigilancia…Han de atenderse a sus deberes sin dejarse turbar. La finalidad de la orden es luchar contra los enemigos de la fe en defensa de los cristianos.

En resumen, el texto está destinado a mantener el fuego sagrado. Y quizá también a salvaguardar el rebaño de la influencia perniciosa de ciertos espíritus fuertes.

Pero Hugo de Payns no se detiene ahí. Está en juego la legitimidad de la orden, diez años después de su creación…Se vuelve entonces hacia san Bernardo, la figura más eximia de la cristiandad. Bernardo responde a su amigo mediante el justamente célebre De laude:

         Por tres veces, salvo error de mi parte, me has pedido, queridísimo Hugo, que describa un sermón de exhortación para ti y tus compañeros […]. Me has dicho que supondría para vosotros un verdadero consuelo que os aliente con mis cartas, puesto que no puedo ayudaros con las armas.

Para medir la evolución de Bernardo, conviene recordar su actitud, más que reticente, cuando el conde de Champaña entró en el Temple en 1126. Todavía en 1129, Bernardo escribe al obispo de Lincoln (Inglaterra), dándole noticias de un canónigo de la catedral que, en su camino a Jerusalén, ha hecho un alto definitivo en Clairvaux:

Vuestro amado Felipe, que había partido hacia Jerusalén, ha hecho un viaje mucho más corto y ha llegado al término al que tendía […]. Ha echado el ancla en el puerto mismo de la salvación. Su pie pisa ya las piedras de la Jerusalén santa y adora a su gusto, en el lugar en que se ha detenido, al que iba a buscar en Éfrata, pero que ha encontrado en la soledad de nuestros bosques […]. Esta Jerusalén aliada a la Jerusalén celeste […] es Clairvaux.

Está bien claro. La retirada del mundo propia del monje lo supera todo, incluso la cruzada.

Bernardo ha conocido y apreciado a los templarios en el concilio de Troyes. Sus relaciones personales con Hugo de Payns –su tío, Andrés de Montbard, es uno de los nueve fundadores de la orden- influyeron en este sentido. Pero la calidad de la fe que descubrió en aquellos hombres fue, a mi entender, determinante. Además, como hijo sumiso de la Iglesia, san Bernardo no puede contrariar la voluntad del papa, favorable al desarrollo de la orden. Admite, pues, la existencia de dos vías para alcanzar Jerusalén, a la vez ciudad terrestre y ciudad celeste: la guerra santa, el retiro monástico.

Al término de una profunda reflexión sobre las ideas de guerra justa y guerra santa, redondeará las ideas tradicionales sobre la teología de la guerra, sobre la cruzada, guerra defensiva y, por consiguiente, justa, sobre la violencia, que hay que reducir al mínimo, sobre la intención recta. Añade una reflexión nueva sobre el misterio de la muerte. Presente en la guerra, la muerte se orienta hacia otra cosa que sí misma, hacia el encuentro de Dios. El caballero, no sólo no ha de temerla, sino que debe desearla, ya que su salvación será más segura si le matan que si mata. San Bernardo, llega con esto al núcleo de la idea de cruzada. Había quien emprendía el Santo Viaje sin esperanzas de regreso, para ver Jerusalén, es decir, el sepulcro de Cristo, y morir.

La composición del De laude señala, por lo tanto, una etapa importante en el pensamiento de san Bernardo, evolución que le conducirá a predicar la segunda cruzada en Vézelay.

No hay comentarios:

Publicar un comentario