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martes, 3 de julio de 2012

El misterioso ídolo de los templarios (II)




Desde la encomienda de Barcelona queremos resaltar una vez más un nuevo capítulo de la paleógrafa italiana Barbara Frale, extraído de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde esta vez nos habla sobre la trama orquestada para intentar demostrar que los templarios mantuvieron en secreto prácticas hechiceras y adoraciones a ídolos extraños.

Desde Temple Barcelona deseamos que su lectura os resulte interesante.

13. Muchas caras

Los templarios que describen el ídolo como si fuese un retrato del diablo abundan en detalles surrealistas: que si el monstruo tiene varias caras, que si está asociado a un siniestro gato negro que aparece y desaparece de manera misteriosa, que si es venerado en un aquelarre y en una oportunidad incluso responde con la promesa de sustanciosas ventajas materiales al fraile que le dirige sus ruegos…El historiador se siente de inmediato tentado de rechazar a priori descripciones tan torpes, pensando que no son más que el triste producto de la tortura; sin embargo, es preciso evitar juicios apresurados, porque la experiencia demuestra que hasta las declaraciones más absurdas pueden a veces ocultar en el fondo pequeñas dosis de verdad, hechos reales que es necesario volver a iluminar depurándolos de la multitud de detalles tenebrosos que se les ha ido agregando a causa de las torturas, la violencia psicológica y la sugestión profunda que surge del clima del proceso.

Por ejemplo, se sabe que la tradición cristiana medieval acostumbraba representar el dogma de la Trinidad mediante tres Personas distintas pero idénticas, o bien directamente una sola Persona con tres caras. Era el vutus trifons, el rostro de tres frentes, una disposición inventada en el siglo XIII para poder expresar de alguna manera el complejísimo concepto de Dios, que al mismo tiempo que era único se manifestaba en tres Personas distintas. Durante el concilio de Trento (1545-1563), muchos aspectos de la religiosidad popular, que en el pasado todo el mundo aceptaba, fueron minuciosamente examinadas y cuestionadas. Entre esos aspectos se hallaba también el rostro con tres caras: se ve que esta imagen sagrada se asemejaba demasiado a ciertas representaciones antiguas de los dioses paganos, como, por ejemplo, la romana Diana, a la que Virgilio llama “virgen de tres caras” (Eneida, IV, 511), o bien la griega Hécate, diosa del averno, que se asociaba a la luna y que se representaba con tres trozos para aludir a sus tres fases (creciente, llena, menguante).

Hécate era la reina de ultratumba y en algunos textos mágicos paganos era invocada por magos y brujos; en el imaginario romano y luego en el de los primeros cristianos se le consideraba una encarnación del diablo, aun cuando originariamente esta divinidad estuviera exenta de cualquier malignidad; y en la tradición del arte medieval se encuentran a veces muestras demoníacas con tres cabezas (como en la fachada de la iglesia románica de San Pedro, en Tuscania). En 1628, el papa Urbano VIII prohibió seguir representando la Trinidad con ese esquema de origen pagano y aspecto monstruoso; más tarde, en 1745, Benedicto XIV impuso que las tres Personas fueran representadas únicamente en consonancia con lo que se leía en las Sagradas Escrituras: el Padre como un venerable anciano, es decir el “Anciano de días” que se describe en el libro del profeta Daniel; el Hijo, como un hombre joven; y el Espíritu Santo bajo la forma de una paloma. Sabemos que, en sus orígenes, a la orden del Temple se la conocía como de la Trinidad, y que en el texto de la regla aprobada en Troyes el fundador y sus primeros compañeros reciben precisamente el nombre de “conmilitones pobres de la Santa Trinidad”; no hay que excluir en absoluto que en las iglesias de la orden se guardaran ciertas esculturas de este tipo tan particular, raro en el arte gótico, pero perfectamente lícito, que aún en el Renacimiento usa Donatello para adornar el tabernáculo de Santo Tomás apóstol en Orsammichele, Florencia. En un bellísimo manuscrito perteneciente a la Biblioteca Vaticana, pintado en Nápoles por Mateo Planisio en 1362, encontramos un ciclo de miniaturas que representan la creación del mundo. En ellas, Dios aparece como las tres Personas de la Trinidad, es decir, un venerable anciano que tiene una cabeza con dos caras, una de viejo (el Padre) y otra de adolescente todavía imberbe (el Hijo), mientras que la paloma que simboliza el Espíritu Santo está posada sobre su espalda. Si se excluye la paloma, que no es claramente visible en todas las miniaturas, hay que admitir que el Creador aparece como un extraño ser de una sola cabeza con dos rostros, de los cuales el del muchacho, de líneas dulces e imberbe, parece en realidad el de una mujer.

El arte medieval tiene estas fuerzas particulares, no considera importante representar las cosas de manera realista, sino que prefiere poner de relieve los significados simbólicos y espirituales. No cabe duda de que imágenes de este tipo debían de parecer decididamente monstruosas a quienes las veían sin que se les diera una explicación adecuada de ellas.

Es difícil decir a qué correspondían precisamente estas imágenes con dos, tres o incluso cuatro caras que describen algunos templarios durante el proceso, no hay duda de que determinados testimonios se referían a objetos verdaderos, enseres sagrados que se utilizaban para el culto y la liturgia, mientras que otros sólo eran el parto monstruoso del miedo y la violencia. A este respecto puede ser muy útil prestar atención al área geográfica en la que tuvieron lugar los diversos interrogatorios. El proceso se desarrolló prácticamente en toda la cristiandad, con indagatorias en Francia, Inglaterra y Escocia, Italia, Alemania, la Península Ibérica, Chipre; sin embargo, estos testimonios tan escabrosos se concentran en Francia, sobre todo en la región histórica del Midi, que era el cuartel general de la temible Inquisición. A esta área pertenece un documento, desgraciadamente fragmentario, que por el momento sólo se puede etiquetar como “investigación del Languedoc”, porque se carece de toda referencia al lugar y a la fecha en que se produjo el interrogatorio; pero muchos indicios invitan a pensar que al menos la fase de instrucción contó con la participación directa del famosos inquisidor Bernardo Gui. Este documento es una verdadera cantera en le proceso y permite entender cómo estudiosos como Nicolai o Hammer-Purgstall, pero también otros autores, pudieron hacerse una idea tan oscura de las ceremonias que tenían lugar en el seno del Temple.

Ya en la primera deposición que se adjunta íntegramente a la investigación del Languedoc, el fraile interrogado, un sargento llamado Guillaume Collier, originario de Buis-les-Baronnies (Drôme), contó que fue recibido con una ceremonia normal, pero que inmediatamente después el preceptor negó algunos dogmas fundamentales del cristianismo, como la divinidad de Jesús y su nacimiento de madre virgen, y que luego abrió una ventana secreta en una pared de la iglesia donde se guardaba un ídolo de plata que tenía directamente tres caras. Le dijeron que aquel ídolo representaba un poderoso protector de la orden, capaz de otorgarles cualquier gracia del cielo; luego, de repente, vio aparecer junto al ídolo a un misterioso gato rojo: enseguida el preceptor y todos los presentes se descubrieron la cabeza y rindieron homenaje al ídolo, cuyo nombre era Mahoma (Magometum).

Se advierte un verdadero cliché que guía el desarrollo de la confesión y que se repite en los distintos testimonios; pero a medida que los templarios hablan, el cliché se enriquece con detalles cada vez más escandalosos en una especie de horrible crescendo. Según el fraile que fue interrogado inmediatamente después, otro sargento llamado Ponce de Alundo, oriundo de Montélimar (también en la Drôme), el ídolo también tiene cuernos, no es ya una simple imagen, sino que se convierte en un demonio real que vive y habla: el candidato dialoga con él como si se tratara de una persona, le pide favores materiales y él le promete su ayuda. Esta vez, el gato misterioso que aparece junto al ídolo es negro, más parecido, por tanto, al animal que en el imaginario de la época acompañaba a las brujas; por orden del preceptor, había que adorar al gato diabólico y besarlo en el ano. Si se continúa la lectura del resto de los testimonios, se advierte que el detalle del beso obsceno al gato es constante, e incluso que el color del animal tiende a ser casi siempre negro, pero se agregan dos detalles seguramente “escenográficos”: el mágico felino desaparece prodigiosamente apenas r3ecibe el homenaje del nuevo fraile, y alguno argumenta que se trata efectivamente de un diablo que aparece en forma de gato.

A continuación el interrogatorio registra un verdadero golpe escénico: un caballero llamado Geoffroy de Pierrevert, preceptor de la residencia de Rué, en el departamento de Var, cuenta que ha asistido a una ceremonia de ingreso durante la cual la presencia demoníaca se manifestó también, aparte del ídolo con cuatro caras y el gato diabólico, en unas mujeres cubiertas por un manto negro que se materializaron de pronto en la habitación aun cuando las puertas estaban completamente atrancadas. De acuerdo con su declaración, estas extrañas mujeres no tuvieron relaciones carnales con los frailes presentes en la ceremonia, lo que seguramente fue una gran decepción para los inquisidores; no obstante, se recuperaron rápidamente a fray Garnier de Luglet, de la diócesis de Langres, que en su ceremonia de ingreso, además del ídolo y del gato diabólico, las brujas presentes habían pedio pervertir a los frailes para desaparecer enseguida, tras haberlos arrastrado al pecado mortal.

En resumen, las preguntas están planeadas de acuerdo con un esquema tendente a excavar por estratos sucesivos: primero se interroga al imputado acerca de la presencia del ídolo, luego se pasa a preguntarle si apareció también un gato; si la respuesta es positiva, se procede a indagar qué papel tenía el animal en la ceremonia y cuál era su verdadera naturaleza. A quienes se muestran dispuestos a responder positivamente a este crescendo se los empuja más allá, primero preguntándoles por la aparición de las brujas y luego inquiriendo una y otra vez sobre la celebración de la orgía demoníaca. El procedimiento desarrollado en el Languedoc tiene características únicas en el ámbito del proceso. Creo, por supuesto, que es el que representa los testimonios más contaminados por la intervención de los inquisidores: aquí los golpes que se asestan a los frailes son mucho más graves que los que había concebido Felipe el Hermoso en su orden de arresto, pese a que ésta apuntaba a lograr la condena de los templarios en el menor tiempo posible. Las propias actas de la investigación lo dicen expresamente: los testigos eran cuidadosamente preparados con las pertinentes torturas, luego se les dejaba muchos días para que reflexionaran (¿o para que volvieran a estar en condiciones de hablar?), y por fin se los interrogaba nuevamente. El tiempo que duran las actuaciones son muy elocuentes acerca de su gestión: durante la investigación realizada en Poitiers del 28 de junio al 2 de julio de 1308, Clemente V, con la colaboración de los cardenales que lo asistían, examinó a 72 templarios en el término de cinco días; el mismo Felipe el Hermoso y el inquisidor de Francia, Guillaume de París, habían interrogado a 138 frailes inmediatamente después de su detención en el Temple de París en el lapso de apenas un mes, del 19 de octubre al 24 de noviembre de 1307. En cambio, los inquisidores que se ocuparon de la indagación del Languedoc emplearon dos meses enteros para interrogar sólo a 25 personas: la dureza de la “preparación” debió de ser impresionante.

Una carta escrita por el inquisidor de Francia, Guillaume de París, a Bernardo Gui, el inquisidor más famoso del siglo XIV, le confía algunas operaciones del proceso contra los templarios y da lugar a la legítima sospecha de que en la investigación del Languedoc, cuartel general de Bernardo Gui, no se siguió el teorema de Guillaume de Nogaret, sino otro, confeccionando precisamente por el temible inquisidor según sus modalidades acostumbradas, un programa enteramente dirigido a la brujería y a la invocación de los demonios.

En el acta de acusación escrita en París por los juristas de la realeza, el ídolo es en realidad un detalle muy marginal y del diablo no hay ni traza; en cambio, en las confesiones que los templarios realizaron en el Languedoc, el extraño ídolo fue una sola cosa con el diablo en forma de gato y de brujas, y la descripción de estos siniestros rituales ocupaban una parte notable del texto.

En el norte de Francia, por el contrario, se pone particularmente de relieve la acusación de sodomía, como si fuese algo capaz de difamar irremediablemente a la orden, y se encuentra un muchacho dispuesto a confesar que Jacques de Molay (ya con más de setenta años de edad) había abusado de él por lo menos tres veces en una sola noche. En cambio, en el sur no se habla de la sodomía en absoluto: tal vez la mentalidad común es más tolerante, o bien simplemente se prefiere apuntar a algo mucho más “explosivo”. En cierto sentido, el ídolo tenía en realidad varias caras: eran rostros distintos, a veces incluso incompatibles entre sí, que la acusación mostraba u ocultaba de acuerdo con los gustos y la sensibilidad del público al que había que impresionar. 

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