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jueves, 5 de julio de 2012

El concilio de Troyes




Desde la encomienda de Barcelona, retomamos el apartado dedicado a indagar mejor en los aspectos históricos de nuestra querida y entregada Orden del Temple.

Gracias a la perspicaz visión del catedrático de historia medieval, Ms. Alain Demurger. Hemos extraído de su libro “Vie et mort de l’ordre du Temple” un capítulo donde nos habla sobre la influencia que tuvo el concilio de Troyes para los templarios.

Desde Temple Barcelona deseamos que su lectura os sea entretenida y placentera.

“Aunque llevaban nueve años embarcados en esta empresa, no eran más que nueve.” Como ya he dicho, esta frase de Guillermo de Tiro, repetida al unísono por todos los historiadores del Temple, nos deja más bien escépticos. En efecto, cuando Hugo de parte hacia Occidente en 1127, va acompañado de otros cinco templarios: Godofredo de Saint-Omer, al que se relaciona con la familia de los castellanos de esta ciudad, Pagano de Montdidier, Archimbaldo de Saint-Amand, Godofredo Bisol y un tal Rolando, todos ellos procedentes muy probablemente del medio de la caballería, avanzadilla de la sociedad feudal. Nueve menos seis, quedan sólo tres en Jerusalén. ¿No parece un poco justo para cumplir las misiones de la orden?

Se puede suponer, claro está, que existía ya la clase de los hermanos sargentos, al menos de hecho, si no de derecho. En efecto, la primera regla, la que Hugo de Payns hizo aprobar en el concilio de Troyes, no imponía más que una condición para la admisión en la orden: ser de condición libre. Señalemos también que, en ese momento, la misión única de la milicia del Temple consistía en proteger a los peregrinos en las vías de acceso a la Ciudad Santa. Habrá que esperar a 1129 para que los templarios se enfrenten por primera vez a los infieles en el combate. ¿Así que nueve? No, realmente, los templarios eran ya mucho más numerosos.

En consecuencia, me siento inclinado a considerar el viaje de Hugo de Payns a Europa desde tres puntos de vista:

·         El de la crisis de crecimiento. La orden se ha extendido. No lo bastante, sin embargo, para hacer frente a su misión, aunque ésta se reduzca todavía a una labor de policía. Las cuestiones de organización empiezan a preocuparla. Conviene resolverlas. Tal es el objeto de la regla.
·         El de la crisis de conciencia o, si se prefiere, la crisis de identidad. Resulta de las críticas formuladas contra la nueva milicia, de las implicaciones militares de su misión, pero también de las dudas, de las interrogaciones de los hermanos sobre la calidad espiritual de su compromiso. Críticas y dudas que frenan la expansión de la orden y paralizan su acción. Hugo de Payns va a pedir a san Bernardo una respuesta a estas cuestiones.
·         El del reclutamiento, por último. Hugo actúa como enviado del rey Balduino II, que le ha encargado reclutar soldados para Oriente, pero también como jefe de su orden. Quiere reclutar futuros templarios y desarrollar en Occidente el apoyo logístico necesario para las empresas del Temple en Oriente. Tal será el motivo de la gira que harán Hugo y sus compañeros durante los meses que siguen al concilio de Troyes.

¿Pasó Hugo por Roma antes de dirigirse a Champaña? Es probable. El papa Honorio II (1124-1130) seguía de cerca la experiencia de la orden y los problemas de la cruzada. Como enviado de Balduino II, Hugo no podía dejar de visitar al papa. Y como maestre del Temple, cabe pensar que le sometió los proyectos de su regla.

Hugo llega después a Troyes para participar, en enero de 1128, en el concilio de los prelados de Champaña y Borgoña. Se trata de un concilio más entre otros muchos: Bourges, Chartres, Clermont, Beauvais, Vienne en 1125, Nantes en 1127, Troyes y Arras en 1128, después Châlons-sur-Marne. París, de nuevo Clermont, Reims…La influencia de san Bernardo y el Cister deja una profunda huella en estos concilios provinciales, destinados a precisar la reforma de la Iglesia tras la solución de la querella de las investiduras, el gran conflicto entre el papa y el emperador provocado por la reforma gregoriana.

El prólogo de la regla del Temple expone la lista de los participantes: el cardenal Mateo de Albano, legado del papa en Francia; los arzobispos de Reims y Sens, con sus obispos sufragáneos; varios abades, entre ellos los de Vézelay, Citeaux, Clairvaux (se trata de san Bernardo), Pontigny, Troisfontaines, Molesmes; algunos laicos, Teobaldo de Blois, conde de Champaña, Andrés de Baudement, senescal de Champaña, el conde de Nevers, uno de los cruzados de 1095. Se ha puesto en duda la presencia de san Bernardo. Sin pruebas. Su ausencia resultaría extraña, puesto que se hallan presentes los principales dignatarios del Cister: Esteban Harding, abad de Citeaux (1109-1134), y Hugo de Mâcon, abad de Pontigny. Añadiremos que el arzobispo de Sens, Enrique Sanglier, es amigo de Bernardo. El número y la calidad de los clérigos cistercienses lo demuestra ampliamente. La influencia de las ideas reformistas fue determinante.

¿Cómo se ejerció? Se ha repetido con exceso que la regla del Temple se debe a san Bernardo, que fue él su autor. Basta, sin embargo, con remitirse al prólogo de la misma:

“Y oímos por capítulo común la manera y el establecimiento de la orden de caballería de la boca del antedicho maestre, hermano Hugo de Payns; y según el conocimiento de la pequeñez de nuestra conciencia, lo que nos pareció bien y provechoso lo alabamos, y lo que nos parecían sin razón lo descartamos. Y todo lo que en el presente concilio no pudo ser dicho ni contado por nosotros […]lo dejamos a la discreción de nuestro honorable padre Honorius y del noble patriarca de Jerusalén, Esteban de la Ferté, que conocía la cuestión de la tierra de Oriente y de los pobres caballeros de Cristo […]. Yo, Juan Miguel […], fui el humilde escribano de la presente página, por mandato del concilio y del venerable padre Bernardo, abad de Clairvaux, a quien se había encargado y confiado este divino oficio.”

Si Bernardo hubiera escrito la regla, los templarios no hubieran dejado de vanagloriarse de ello.

La regla fue redactada en Oriente, con ayuda del patriarca de Jerusalén. Hugo la discutió después con el papa, antes de someterla al concilio de Troyes, en el que sabía que predominaba la influencia del Cister. Los padres, con Bernardo a la cabeza, corrigieron ciertos detalles, modificaron algunos artículos y dejaron puntos en suspenso, remitiéndolos al papa y al patriarca. Y en efecto, este último revisará la regla en 1131, revisión que suscitó diversas dificultades. Me ocuparé más a fondo de ellas en un capítulo posterior.

A decir verdad, la influencia cisterciense se sitúa sobre todo en otro plano. Tras haber subrayado, sin reflexionar lo bastante, la filiación benedictina de las órdenes militares, los historiadores han atraído más recientemente la atención sobre la observancia agustiniana. La regla de san Agustín rige en general las comunidades de canónigos regulares, adscritos a una iglesia catedral. Ahora bien, en sus comienzos, la nueva orden estaba vinculada a la comunidad de canónigos regulares del Santo Sepulcro de Jerusalén. Muy pronto, sin embargo, surgen las dificultades, lo que puede resultar paradójico, puesto que el desarrollo de las comunidades de canónigos regulares es reciente y parece particularmente bien adaptado a los proyectos de la reforma gregoriana de la Iglesia. Recordemos el texto de Emoul, ya citado y muy injustamente olvidado: “Y obedecemos a un sacerdote y no hacemos actos de armas”. Para los nuevos caballeros, los canónigos regulares son en primer lugar y de manera exclusiva clérigos.

Pero las exigencias de la cruzada, encarnadas entre otros en los templarios, resultan incompatibles con un modelo únicamente clerical. Hace falta una síntesis entro los ideales monásticos tradicionales y las necesidades de la cruzada.

El monacato cisterciense, nacido en ese comienzo del siglo XII de la “conversión” de algunos jóvenes nobles, desengañados de la vida secular, supo comprender esas aspiraciones, aunque sin captarlas. San Bernardo era y siguió siendo un monje, pero ayudó a los templarios a encontrar su marco original. Desde un punto de vista más general, se subraya hoy en día lo suficiente el papel del Cister en la génesis de la mayor parte de las órdenes militares de los siglos XII y XIII.

El Cister se esforzó también por actuar directamente sobre las almas, por insuflar en los laicos el espíritu cisterciense. La reforma gregoriana puso en marcha un ambicioso programa de cristianización de la sociedad. La primera fase tendió a moralizar la Iglesia (lucha contra la simonía y el concubinato de los sacerdotes), a clericalizar las órdenes monacales (fue la obra de Cluny). Liberó al clero de la tutela de los laicos, izándolo muy por encima de éstos. En un segundo tiempo, los gregorianos desearon extender a los laicos la reforma moral, ofreciéndoles, por ejemplo, un modelo de santidad: el caballero de Cristo. Fiel a este proyecto, el Cister supo inculcar la idea fundamental de que no hay salvación sin una conversión interior, sea cual sea el orden de la sociedad al que se pertenezca y la función que se ejerza por la voluntad del Creador. San Bernardo era lo bastante sensible a las realidades de la sociedad de su época para no exigir de todos que siguieran su mismo camino. Exploró otras vías hacia la salvación, entre ellas la elegida por los templarios.

Su comprensión y su ayuda serán particularmente útiles y eficaces durante la verdadera crisis de conciencia que agita la milicia en el momento –un poco antes, un poco después- del concilio de Troyes.


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